viernes, 5 de diciembre de 2014

No hay que tener miedo a vivir

MOMMY 


En esa obsesión por categorizarlo todo, nos pasamos la vida haciendo listas, marcando hitos y señalando etapas. Como si intentáramos de alguna forma contener el descontrol que es nuestra existencia. Quizás por eso Mommy, la quinta película del quebequés Xavier Dolan, parece cerrar, en una estructura hermosamente circular, la primera etapa de una filmografía que empezó hace un lustro con J’ai tué ma mère. La maternidad y la filiación, esas condenas de por vida. Y la distancia entre un film y otro es todo lo que ha madurado Dolan en este tiempo. Tanto como director, como guionista y, en el fondo, como hombre. Si en J’ai tué ma mère abordaba la familia desde la rabia adolescente, desde la explosión de sentimientos y energías, en Mommy nos encontramos con un relato que mucho más pausado, casi taciturno, triste pero optimista. Sus tres primeras películas eran un continuo galopar hacia el final. Un desparramarse. En cambio las dos últimas, la pesadillesca Tom à la ferme y la sensible Mommy, son mucho más reflexivas. No desparraman, sino que se deslizan hacia la huida de sus protagonistas. Una huida hacia ninguna parte, porque, sorpresa, nosotros somos nuestra propia cárcel. Ouch.

Mommy está ambientada en una Canadá ligerísimamente distópica, en la que los padres pueden dejar a sus hijos a cargo de instituciones públicas si consideran que son incapaces de cuidarlos. En un mundo en el que nuestros derechos se vulneran todos los días, Dolan nos presenta el retorcido derecho a renunciar a la paternidad activa. Si en J’ai tué ma mère, un hijo intentaba asesinar la idea de tener una madre, en Mommy, los padres pueden emborronar la existencia de sus hijos. En esta Canadá suburbial de buena vecindad hacia fuera y numerosos problemas hacia adentro, la película nos cuenta el día a día de una madre viuda, Die, que malvive en estos tiempos de crisis económica mientras intenta salvar a su hijo, Steve, que tiene TDAH (Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad), de un futuro cada vez más sombrío. En la vida de ambos, como si fuera un espléndido día soleado de invierno, irrumpe la vecina de enfrente, Kyla, una profesora traumatizada por hechos del pasado a la que le cuesta hablar con fluidez. Y a partir de ahí la película es la historia de tres seres malheridos, de tres supervivientes, que se agarran entre sí, como si cada uno de ellos fuera la última oportunidad de salvación del otro.

Con una premisa tan oscura, tan triste, a Xavier Dolan le ha salido su película más transparente, más luminosa (maravillosa fotografía), más, paradójicamente, optimista. Tras la terrible y retorcida Tom à la ferme, ha rodado una respuesta a sí mismo en forma de drama emocional que grita ¡vida! Rodada en formato vertical, 1:1, la cámara se pega a los ojos y a la boca del trío protagonista, como si más allá de ellos no hubiera nada, simplemente, el vacío. Como si estuvieran levitando sobre la ciudad, sobre una vida triste frente a sus ansias de correr, de ser felices. Lejos queda ya la sobrecarga visual de sus primeros films, el regodeo en lo kitsch, en la dilatación del tiempo, en los colores sobreexpuestos. A la vez que sus personajes han ganado hondura, su forma de dirigir se ha despojado de elementos innecesarios. La puesta de escena de Mommy es cálida y serena, como cuando el sol te calienta las piernas en diciembre. Dolan ha madurado pero sigue siendo él mismo, con esas secuencias musicales poderosas (la de Wonderwall es una de las mejores secuencias cinematográficas del año), con esa energía que desprenden casi todos los planos, esas ganas puras, inocentes, de vivir.

Para crear esa sensación de optimismo al borde del precipicio, resulta fundamental la elección de reparto que ha hecho. Como ya había hecho en su mejor film hasta Mommy, la ambiciosa Laurence Anyways, opta por no interpretar ningún papel, lo cual es de agradecer, porque seamos sinceros, Dolan se ha transformado en un buen guionista y un fantástico director, pero sigue siendo un actor muy mediocre. Y fía el film a sus dos actrices fetiches, Anne Dorval, la madre de su ópera prima, y Suzanne Clément, la profesora (además de descomunal protagonista de Laurence Anyways), y sobre todo al frenético Antoine-Olivier Pilon. Si las dos primeras aportan la madurez que las heridas de guerra van creando, el último es esa traca de fuegos artificiales que va estallando a lo largo del film, iluminándolo e incendiándolo a la vez. Ante los problemas que los acucian, los rostros de Dorval y Clément muestran una frustración que es puro dolor, mientras que el de Pilon es un volcán de rabia desmedida. Mommy es, en definitiva, una de las películas más hermosas, dolorosas y sensibles de este año, y la confirmación del desbordante talento de un Xavier Dolan, que ahora sí, ha alcanzado ya la madurez como cineasta. 25 años, 5 películas y un mundo propio.

PD: He hablado más de la película en mi crónica de Cineuropa 2014. Dándole premios imaginaros incluso. Hasta ahí llega mi amor.

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